MI HIJO ESTÁ CONMIGO
Era un hombre que tenía un hijo al que amaba profundamente.
Por algún
motivo se vio obligado a viajar y tuvo que dejar a su hijo en casa.
El niño
tenía ocho años y su padre sólo vivía para él. Habiéndose enterado de la
partida del dueño de la casa, unos bandoleros aprovecharon su ausencia para
entrar en ella y robar todo lo que contenía. Descubrieron al jovencito y se lo
llevaron con ellos, no sin antes incendiar la casa.
Pasaron unos días. El hombre regresó a su hogar y se encontró con la casa
derruida por el incendio.
Alarmado, buscó entre los restos calcinados y halló unos huesecillos, que
dedujo eran los del cuerpo abrasado de su amado hijo. Con ternura infinita, los
introdujo en un saquito que se colgó al cuello, junto al pecho, convencido de
que aquéllos eran los restos de su hijo. Unos días más tarde, el niño logró
escapar de los perversos bandoleros y, tras poder averiguar dónde estaba la
nueva casa de su padre, corrió hasta ella e insistentemente llamó a la puerta.
- ¿Quién es? -preguntó el padre.
- Soy tu hijo -contestó el niño.
- No, no puedes ser mi hijo
-repuso el hombre, abrazándose al saquito que colgaba de su cuello-. Mi hijo ha
muerto.
- No, padre, soy tu hijo.
Conseguí escapar de los bandoleros.
- Vete, ¿me oyes? Vete y no me
molestes -ordenó el hombre, sin abrir la puerta y aprisionando el saquito de
huesos contra su pecho. Mi hijo está conmigo.
- Padre, escúchame; soy yo.
- ¡He dicho que te vayas!
-replicó el hombre-. Mi hijo murió y está conmigo. ¡Vete!
Y no dejaba de abrazar el saquito de huesos.
El apego, ¿te deja ver?, ¿te deja oír?, ¿te deja comprender? El apego te
aferra a lo irreal e ilusorio y cierra tus oídos a lo Real y Trascendente.
¡Es la voz del Gran Chaman!
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